Murió la verdad – (Francisco De Goya, 1814, Museo del Prado) |
“Los hechos son
cosas obstinadas,
pero las estadísticas pueden bailar si se las invita bien.”
-versión deformada de un viejo refrán
popularizado en la era de la
posverdad-
El funeral de la verdad no fue televisado. Ni siquiera fue un escándalo. Murió sin flores ni pancartas. Murió de scroll. De zapping. De exceso. De ruido.
Hoy, el mundo ya no se divide entre verdad y mentira, sino entre lo que “me representa” y lo que “me incomoda”. Los hechos se volvieron anecdóticos. La emoción, soberana. Y los algoritmos, dueños del veredicto. Hemos ingresado, sin siquiera darnos cuenta, a la era de la posverdad.
No es mentira: es ficción emocional
La posverdad no es simplemente el triunfo de la mentira. Es algo más sofisticado: es la invención de relatos que apelan a las emociones, incluso si contradicen los hechos comprobables. La falsedad, en este régimen, no es un error: es una estrategia. Lo que importa no es la verdad, sino la eficacia del impacto.
El pathos reemplaza al logos. El dato cede frente al relato. Como si dijéramos que lo que nos hace sentir algo es más “verdadero” que lo que ocurrió.
Infoxicación: cuando saber demasiado impide saber algo
Vivimos bajo una saturación informativa permanente. Titulares en loop, rumores que se viralizan, emociones que se activan como reflejos condicionados. Esta infoxicación (término acuñado por Alfons Cornellá, 2000) no nos hace más sabios, sino más vulnerables. Porque no hay tiempo de verificar. Porque no hay ganas de dudar. Porque pensar lleva más tiempo que compartir.
En su ensayo Verdad y política, Arendt fue categórica:
“La libertad de
opinión es una farsa
si no garantiza la libertad de pensamiento”.
Y en tiempos donde cada quien “tiene derecho a su opinión”, la verdad se vuelve prescindible. Lo importante es “sentir algo” y “tomar posición”. Pero… ¿desde qué lugar? ¿Con qué herramientas? ¿A partir de qué responsabilidad epistemológica?
La viralidad no es sinónimo de verdad
En el mundo digital, el engagement ha reemplazado a la verificación. Se premia la velocidad, no la consistencia. Se prioriza el “me gusta” antes que el “esto es cierto”. Y lo más grave: los hechos que no provocan indignación se vuelven invisibles.
Es como si la historia del siglo XXI la escribiera una red neuronal con déficit de atención y hambre de dopamina.
El opinador de turno no necesita saber. Solo necesita opinar con seguridad. Exigir pruebas es visto como elitismo. Citar una fuente académica, como arrogancia. Dudar, como cobardía.
Y en ese caldo de cultivo aparece otro síntoma: la cultura de la sospecha. Nada es cierto, todo es manipulación. Las vacunas son veneno. Las guerras son teatro. El Papa es comunista. Y la filosofía… puro verso.
¿Y ahora qué?
Frente a este panorama, podríamos ceder al nihilismo. Pensar que nada importa, que no hay salida. Pero la filosofía no acepta ese cinismo sin antes discutirlo.
Recuperar la
verdad no implica idealizarla. Implica asumir su fragilidad. Pensar con otros y
no contra otros. Sospechar, sí, pero también verificar. Dudar, sí, pero también
construir.
Porque si todo es mentira, entonces la filosofía también lo es.
Y si no podemos pensar, solo queda obedecer.
📚 Bibliografía y material para ampliar:
Arendt, H.
(2006). Verdad y política. En Entre el pasado y el futuro.
Barcelona: Península.
Eco, U. (2015). Número
cero. Barcelona: Lumen.
Cornellà, A.
(2000). Infoxicación. Infonomia.
Han, B.-C.
(2017). En el enjambre. Barcelona: Herder.
McIntyre, L. (2018). Post-Truth. Cambridge,
MA: MIT Press.