A lo largo de la historia, la humanidad ha enfrentado los horrores de los regímenes totalitarios que, bajo la promesa de orden y progreso, han destruido sociedades y negado las libertades fundamentales. Desde el nazismo hasta el franquismo, pasando por el fascismo italiano, los movimientos totalitarios comparten una lógica que los filósofos del siglo XX han analizado minuciosamente: la exclusión del otro, la supresión de la pluralidad y la consolidación del poder mediante la violencia, ya sea simbólica o física. En la actualidad, en Argentina, resurgen discursos y prácticas que remiten a estas formas de dominación, con movimientos como “Las fuerzas del cielo”, autoproclamados como guardia pretoriana, guardianes de un poder excluyente. Pensemos sobre las implicancias de este fenómeno y lancemos una advertencia urgente: el avance de la exclusión del otro no solo amenaza la democracia, sino la posibilidad misma de una convivencia ética.
El totalitarismo: ayer y hoy
Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), describió el totalitarismo como un sistema que no solo persigue a la oposición, sino que elimina la capacidad de las personas de actuar y pensar como seres autónomos. Este proceso, que ella vinculó a la deshumanización, se observa cuando las ideologías totalitarias reducen a sus enemigos a figuras abstractas, vaciándolas de humanidad. En el nazismo, el “judío” no era un individuo, sino una construcción simbólica de todo lo que debía ser eliminado. En la Argentina actual, movimientos como “Las fuerzas del cielo” parecen seguir esta lógica, construyendo un enemigo interno (“la casta”) a través de discursos que descalifican a opositores, quitan símbolos y figuras y justifican estas acciones con una narrativa de pureza y orden.
Walter Benjamin advertía que detrás del progreso tecnológico y político puede esconderse un “ángel de la historia” que, mientras avanza, acumula ruinas a sus espaldas (Tesis sobre la filosofía de la historia, 1940). Los nuevos discursos de odio en Argentina, amplificados por las redes sociales y legitimados por sectores políticos, representan estas ruinas en construcción: el deterioro de una sociedad que reemplaza el diálogo plural por consignas de exclusión.
La hegemonía cultural como campo de batalla
Antonio Gramsci, encarcelado bajo el fascismo italiano, argumentó que los regímenes totalitarios no se sostienen únicamente por la fuerza, sino por su capacidad de construir una hegemonía cultural que naturalice su poder. En Cuadernos de la cárcel (1929-1935), explicó que los líderes totalitarios necesitan moldear el sentido común de la sociedad para que sus ideas no solo sean aceptadas, sino defendidas. En Argentina, esto se traduce en el uso estratégico de redes sociales, medios de comunicación y hasta instituciones educativas para deslegitimar voces opositoras y normalizar discursos autoritarios.
Aquí, la resistencia cultural se vuelve clave. En la historia argentina, las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo encarnaron esta resistencia al desafiar el sentido común impuesto por la dictadura militar. Como diría Enrique Dussel, “la otredad es la base de toda ética” (Filosofía de la liberación, 1977). Reconocer al otro como igual es el antídoto más potente contra los totalitarismos, cuya esencia es la negación del otro. Ahora, ¿Cómo reconocer a un otro cuándo ese otro es totalitario? Evidentemente no es igual, entonces entramos en un dilema, al totalitarismo se lo combate, pero ¿cómo se lo combate sin volverse totalitario? En el caso de un otro totalitario, reconocer su otredad no significa aceptarla pasivamente, sino trazar límites éticos y políticos claros. La ética de la resistencia, como plantea María Zambrano en Hacia un saber sobre el alma (1950), no renuncia a los principios de justicia, pero comprende que hay momentos donde la defensa de lo humano exige firmeza. Para Zambrano, esta firmeza debe estar acompañada por un horizonte esperanzador, no por la venganza ni la exclusión absoluta.
El retorno de la banalidad del mal
La expresión “banalidad del mal”, acuñada por Arendt en Eichmann en Jerusalén (1963 [1999]), señala que el mal totalitario no siempre surge de individuos sádicos o excepcionales, sino de personas comunes que cumplen órdenes sin cuestionarlas. En Argentina, los movimientos actuales que apelan a la violencia simbólica y física muestran cómo discursos peligrosos pueden normalizarse hasta parecer inevitables. La sociedad argentina, que ha experimentado la banalidad del mal durante la dictadura militar, tiene la responsabilidad de no repetir los errores del pasado.
Resulta casi poético que quienes se proclaman como guardianes del “cielo” tengan los pies tan firmemente plantados en el barro de la intolerancia. En un país que sobrevivió a torturadores y genocidas, la audacia de estos nuevos cruzados roza lo cómico, si no fuera porque su peligro radica en la risa que paraliza. Argentina, con su historia tan rica en luchas por la libertad, merece algo más que un retorno a las sombras.
Cultura y memoria como resistencia
La cultura argentina ha sido un bastión frente al totalitarismo. Películas como La historia oficial (1985) y Argentina, 1985 (2022) no solo documentan los horrores del pasado, sino que construyen una memoria colectiva que actúa como escudo frente a nuevas formas de exclusión. Walter Benjamin sostenía que el arte debía politizarse al servicio de la emancipación, y en este país, el cine, la música y la literatura han cumplido con creces ese mandato.
Además, la educación tiene un papel central. Simone Weil, en La Iliada o el poema de la fuerza (1940), reflexionaba sobre cómo la fuerza deshumaniza tanto al opresor como al oprimido. En la Argentina actual, la educación debe ser un espacio de resistencia que fomente el pensamiento crítico y la empatía, frente a discursos que reducen la otredad a una amenaza.
Una advertencia necesaria
La democracia argentina, aún joven, se encuentra en un momento crucial. Los movimientos totalitarios no nacen de grandes crisis, sino de pequeños silencios, de omisiones cotidianas frente a discursos de odio y prácticas excluyentes, de silencios como el de la AMIA frente al lanzamiento de una fuerza con evidentes tintes fascistas. Frente a esta amenaza, la filosofía nos ofrece herramientas para pensar y actuar. Hannah Arendt nos recuerda que el totalitarismo no solo destruye individuos, sino la capacidad de actuar juntos en pluralidad. Gramsci, que la hegemonía se combate construyendo una contrahegemonía cultural. Dussel, que el reconocimiento del otro es la única vía hacia una sociedad ética. Argentina tiene el desafío y la responsabilidad de no permitir que las sombras del pasado se transformen en un futuro aún más negro que las sombras mismas.
Referencias
• Arendt, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Nueva York: Schocken Books.
• Arendt, H. (1999). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Editorial Lumen.
• Benjamin, W. (1940). Tesis sobre la filosofía de la historia. París: Ediciones clandestinas.
• Gramsci, A. (1929-1935). Cuadernos de la cárcel. Roma: Giulio Einaudi.
• Weil, S. (1940). La Iliada o el poema de la fuerza. Revista Cahiers du Sud.
• Zambrano, M. (1950). Hacia un saber sobre el alma. México: Fondo de Cultura Económica.
• Dussel, E. (1977). Filosofía de la liberación. México: Siglo XXI.
• La historia oficial (1985). Luis Puenzo (Director).
• Argentina, 1985 (2022). Santiago Mitre (Director).
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