En una conversación cotidiana, mi coautora en la vida me dijo: “Yo no soy bruta, las cosas están mal hechas”. Esta afirmación, aparentemente simple, encierra una profunda verdad sobre la evolución tecnológica y su impacto en nuestra vida cotidiana. ¿Qué nos diferencia de los “usuarios tipo” de las tecnologías actuales? ¿Es la tecnología más frágil o nosotros más fuertes? ¿O tal vez, la realidad es una combinación de ambos factores?
Los nacidos en la década de 1970 somos una generación que golpeaba el televisor para que funcionara, ahora los smartTV se rompen si los mirás fijamente. Esta imagen es emblemática de una época en la que las soluciones a los problemas tecnológicos eran directas y físicas. Golpear el televisor no solo era una acción, sino un ritual que simbolizaba nuestra capacidad de intervenir y corregir lo que estaba mal. Sin embargo, los dispositivos actuales, tan avanzados y complejos, parecen carecer de esa robustez tangible. La relación entre usuario y tecnología se ha vuelto más distante y menos física, lo que podría interpretarse como una metáfora de nuestra desconexión con la materialidad del mundo; irónico, ya que cuanto más capitalista es la sociedad, cuanto más materialista se vuelve la forma de vida, deja de ser fundamental la materialidad.
Los autos de nuestra generación eran de chapa real y su fortaleza tal que un choque leve no hacía mella. Los vehículos de ahora están construidos con un material que se abolla si cae granizo. Esta transformación en la construcción automotriz refleja un cambio en los valores y prioridades de nuestra sociedad. La durabilidad y la resistencia han sido reemplazadas por la temporalidad y la estética. Esta evolución no solo afecta a la percepción de los objetos, sino también a nuestra interacción con ellos. En un mundo donde la obsolescencia programada es la norma, nuestra relación con los objetos se torna efímera y desechable.
Teníamos los primeros celulares, grandes, robustos e irrompibles. Hoy se les fragmentan las pantallas al mínimo golpe. En esta diferencia se encapsula la evolución tecnológica y nos invita a reflexionar sobre cómo hemos transitado de un mundo de durabilidad tangible a uno de fragilidad digital, la técnica fabricaba cosas para durar (desde platos hasta celulares) hoy la tecnología es desechable. Esta transición a dispositivos más elegantes y delgados ha traído consigo una vulnerabilidad inesperada (aunque planificada). Las pantallas táctiles, tan esenciales en la funcionalidad de los teléfonos modernos, son también su punto débil. La estética y la funcionalidad han superado a la durabilidad, creando una paradoja donde la tecnología avanzada es, en muchos aspectos, más frágil que sus predecesores.
Aprendimos a andar en bicicleta y patineta cayéndonos. La generación de cristal se frustra si el wifi anda lento. Esta comparación entre generaciones destaca un cambio en la forma en que enfrentamos y superamos los desafíos. La metáfora de la “generación de cristal” se aplica a los -30 contemporáneos, portadores de una fragilidad emocional y una incapacidad para lidiar con la adversidad. Sin embargo, esta caracterización puede ser injusta, ya que cada generación enfrenta sus propios desafíos en contextos distintos. La frustración ante un wifi lento puede ser vista como una manifestación de una dependencia tecnológica que nosotros mismos hemos fomentado.
Crecimos en las sociedades de fomento y clubes de barrio, donde hacíamos fútbol, básquet, Taekwondo. Ahora hay campeonatos de e-sports. Ah, la nostalgia de las sociedades de fomento y los clubes de barrio, esos templos de la interacción humana directa, donde el sudor y la camaradería forjaban nuestro carácter. Hoy, los campeonatos de e-sports reinan, donde los pulgares se ejercitan más que los músculos y las victorias se miden en píxeles. ¡Qué ironía! Nos lamentamos de la generación que se frustra por un wifi lento, mientras nosotros lloramos la pérdida del choque físico, del golpe tangible. Parece que la fuerza bruta ha sido reemplazada por la destreza digital, y en ese cambio, hemos perdido un poco de nuestra humanidad corpórea.
El mundo actual es demasiado frágil y nosotros tenemos fuerza bruta. En esta afirmación podríamos encapsular la tensión entre la solidez del pasado y la delicadeza del presente. Sin embargo, aunque cuanto más grandes nos volvemos más conservadores parecemos, esta dicotomía puede ser demasiado simplista. La fragilidad del mundo actual no es solo una consecuencia de la tecnología moderna, sino también un reflejo de los cambios en nuestras expectativas y valores. La fuerza bruta de nuestra generación, celebrada como una virtud, podría también interpretarse como una resistencia al cambio y a la adaptación.
En este contexto, resulta pertinente recordar las palabras de Heráclito: ”Nada es permanente, excepto el cambio”. La evolución tecnológica es inevitable y con ella, nuestras formas de interactuar y entender el mundo. La clave está en encontrar un equilibrio entre la nostalgia por la solidez del pasado y la aceptación de la fragilidad del presente. En última instancia, la fuerza verdadera reside no solo en la resistencia física, sino también en la capacidad de adaptarse y evolucionar en un mundo en constante cambio.
De la fuerza bruta a la fragilidad digital
8/01/2024La efímera memoria digital
7/24/2024
Vivimos en una época donde la tecnología no solo ha modificado nuestra manera de comunicarnos, sino también la forma en la que registramos y recordamos nuestra existencia. La dependencia de plataformas digitales como Facebook para conservar nuestros recuerdos plantea una serie de interrogantes filosóficas sobre la naturaleza de la memoria y la identidad en la era digital. ¿Qué sucede cuando confiamos nuestros recuerdos más preciados a servidores que pueden desaparecer de un momento a otro? ¿Estamos construyendo una memoria sólida o simplemente acumulando datos efímeros?
Según Platón, en su diálogo Fedro, la escritura fue vista como una amenaza para la memoria natural del hombre. Sócrates argumentaba que confiar en las letras haría que las personas olvidaran el arte de recordar, sustituyendo la memoria viva por signos externos y pasivos (Platón, 1997). En un sentido contemporáneo, podríamos decir que Facebook y otras redes sociales son las nuevas letras que amenazan con despojar nuestra capacidad de recordar de manera autónoma. Al delegar la tarea de recordar a algoritmos y servidores, corremos el riesgo de perder el control sobre nuestra propia historia.
Nos jactamos de vivir en la era de la información, y sin embargo, estamos más cerca que nunca de perder nuestra memoria colectiva. Nos aferramos a la idea de que nuestros recuerdos están seguros en la nube, sin darnos cuenta de que esta nube podría desvanecerse tan fácilmente como un sueño olvidado al despertar. Las fotos no impresas, los mensajes no escritos en papel, y los recuerdos no narrados en voz alta son vulnerables a la volatilidad del código binario.
De hecho, ya hemos perdido pasado. Las primeras imágenes y notas que subimos a la red social de Mark Zuckenberg, en los albores de aquella novedosa plataforma, desaparecieron. El servidor en que se alojaban era externo y al desvincularse se llevó consigo fragmentos de nuestras vidas.
En este contexto, la falta de registro y la pérdida de memoria colectiva se convierte en una metáfora potente de nuestra generación actual. Si llegara un apocalipsis, como sugiere Hollywood, y perdiéramos acceso a nuestras tecnologías digitales, ¿qué quedaría de nosotros? La generación actual podría pasar a la historia como una era sin huellas, un periodo de tiempo en el que la memoria se perdió en el limbo digital.
Borges, en su cuento Funes el memorioso, explora la idea de una memoria absoluta. Funes es un hombre que recuerda cada detalle de su vida con una precisión insoportable, incapaz de olvidar nada. A pesar de su memoria prodigiosa, Funes está atrapado en su presente continuo, sin capacidad de abstracción o síntesis (Borges, 1944). En contraste, nosotros somos Senuf, una especie de Funes al revés: recordamos tan solo lo que nuestros dispositivos deciden preservar, y estamos en peligro de olvidar lo que no hemos digitalizado.
Esta dependencia tecnológica también plantea un desafío a la autenticidad de nuestros recuerdos. Los recuerdos que Facebook nos devuelve año tras año, los eventos y fotos que nos sugieren revisitar, están filtrados por algoritmos que no tienen capacidad para distinguir lo significativo de lo trivial. ¿Es esta una forma genuina de memoria o simplemente una simulación de la misma?
Debemos cuestionarnos si queremos que nuestra existencia dependa de la fragilidad del almacenamiento digital. Quizás sea momento de volver a las prácticas más tangibles, como imprimir fotos, escribir cartas y mantener diarios físicos. De esta manera, no solo preservamos recuerdos, sino que también recuperamos la agencia sobre nuestra propia historia.
La memoria digital es una herramienta poderosa pero peligrosa. Al depender de ella, corremos el riesgo de perder no solo nuestros recuerdos, sino también nuestra identidad y nuestra historia colectiva. Debemos encontrar un equilibrio entre la conveniencia de la tecnología y la necesidad de mantener prácticas que aseguren la preservación de nuestra memoria en formas que trasciendan la volatilidad del código binario. Si el cinematográfico apocalipsis llega, Facebook no nos recordará si fuimos felices o no.
Tiempo es todo lo que tenemos
6/26/2024El tiempo, ese recurso efímero e inaprensible, es lo único que verdaderamente poseemos. Es la esencia de nuestra existencia, el marco dentro del cual se despliega nuestra vida. No obstante, en una sociedad que valora la inmediatez y la productividad, a menudo subestimamos la importancia de ser organizados y de respetar el tiempo del prójimo. Esta falta de respeto se manifiesta en la impuntualidad, una actitud que no solo afecta la eficiencia, sino que también revela una falta de consideración hacia los demás.
Martin Heidegger, en su obra Ser y tiempo (1927 [1993])1, nos recuerda que en el concepto vulgar de tiempo el Dasein2 el ser humano no tiene un tiempo, el ser humano es tiempo. Esta afirmación subraya la inseparabilidad entre nuestra existencia y el tiempo. Cuando somos impuntuales, no solo estamos desperdiciando un recurso valioso; estamos, de alguna manera, afectando la esencia misma de quienes nos rodean (y a su vez a quienes rodean a quienes nos rodean, y así sucesivamente, generando una reacción en cadena que difícilmente es apreciada desde el egocentrismo del impuntual que se justifica y autoconvence de ser “una persona ocupada”). La impuntualidad es una forma de desdén hacia la vida del otro, un desprecio por ese fragmento de existencia que le robamos con nuestra tardanza.
Virgilio, el poeta latino, dejó en sus Geórgicas la frase: Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus3. Esta cita resalta que el tiempo es el bien más precioso que poseemos, uno que debemos atesorar y respetar, que escapa a nosotros como la arena del reloj. Tal vez seamos el reloj de arena. La puntualidad, entonces, no es solo una cuestión de cortesía, de respeto, sino de justicia. Al llegar a tiempo, demostramos que valoramos no solo nuestro tiempo, sino también el de los demás. Respetar el tiempo ajeno es una muestra de empatía y de respeto por la vida del otro.
El tiempo es el único criterio verdadero para medir la distancia entre los espíritus. La puntualidad, por lo tanto, puede ser vista como un puente que acorta la distancia entre las personas. Cuando somos puntuales, mostramos que apreciamos y valoramos la presencia del otro. La impuntualidad, en contraste, crea distancias y genera tensiones, erosionando las relaciones y la confianza.
En una era donde la tecnología nos permite sincronizar nuestras agendas con una precisión milimétrica, la impuntualidad sigue siendo una plaga. Tal vez sea una manifestación de un egoísmo inconsciente, un síntoma de una sociedad que glorifica el “yo” a expensas del “nosotros”. Como en una novela de Kafka, donde los personajes están atrapados en absurdos burocráticos, las excusas por la impuntualidad se vuelven laberintos de justificaciones que enmascaran una falta de responsabilidad y respeto.
El tiempo es todo lo que tenemos y debemos respetarlo y hacerlo respetar. La puntualidad es una virtud que demuestra nuestra comprensión de la finitud de la vida y nuestra consideración hacia los demás. Ser puntuales es reconocer que el tiempo de los otros es tan valioso como el nuestro. Al hacerlo, no solo respetamos sus agendas, sino también sus vidas, sus proyectos, sus sueños. La impuntualidad, por otro lado, es una forma de violencia simbólica que destruye estos espacios de respeto y consideración.
Respetar el tiempo es respetar la vida misma. La puntualidad no es una mera formalidad, sino una expresión de nuestra humanidad y de nuestro respeto por la humanidad del otro. Hagamos del respeto por el tiempo una práctica cotidiana. Solo así podremos construir una sociedad más justa y empática, donde cada instante sea valorado y respetado como el tesoro que es.
1 Heidegger, M. (1993) El ser y el tiempo. Fondo de Cultura Económica
2 Podría ser traducido como “ser-ahí” es una categoría ontológica que describe la existencia humana de manera integral, enfatizando su relación con el mundo, su capacidad de reflexión y su temporalidad.
3Pero huye entre tanto, huye irreparablemente el tiempo
El eco del silencio: Chomsky y la falsedad de su propia muerte
6/19/2024En su libro Los guardianes de la libertad (1990), coescrito con Edward S. Herman, Chomsky argumenta que los medios de comunicación actúan como mecanismos de propaganda que sirven a los intereses de las élites políticas y económicas. Según esta perspectiva, los medios no son simples transmisores de información objetiva, sino actores con agendas específicas que manipulan y moldean la realidad percibida por el público (Herman & Chomsky, 1990). Esta teoría se materializa en eventos como la falsa noticia de su muerte, donde la verificación de hechos y el rigor periodístico se sacrifican en el altar de la velocidad y el sensacionalismo.
Chomsky ha argumentado que los medios de comunicación están diseñados para distraer y desinformar a la población, desviando la atención de los problemas estructurales y sistémicos. En este contexto, la difusión de noticias falsas no es un error accidental, sino una manifestación de una función más amplia de control social. Al enfocarse en la inmediatez y el sensacionalismo, los medios mantienen al público en un estado de distracción constante, incapaz de cuestionar las narrativas oficiales o de organizarse en torno a causas significativas (Chomsky, 1991). 32 años después, entendemos que el periodismo debería haber aprendido algo, sin embargo acá estamos nuevamente desmintiendo una muerte.
La cultura latinoamericana, con su rica tradición de crítica y resistencia, ha encontrado en Chomsky una fuente de inspiración constante. Obras como el documental Noam Chomsky: Rebelde sin pausa (2003) del director Oliver Stone, resuenan en un continente que ha sufrido las consecuencias del imperialismo y la manipulación mediática. El eco de Chomsky se siente en las calles de Buenos Aires, en las aulas de Ciudad de México y en los cafés de Bogotá, donde su pensamiento crítico y su defensa de la justicia social encuentran terreno fértil.
En última instancia, el episodio de la falsa muerte de Chomsky nos recuerda la importancia de mantener una actitud crítica frente a los medios de comunicación. Nos invita a cuestionar no solo las noticias que consumimos, sino también las estructuras de poder que las producen y difunden. Como decía Chomsky, "la responsabilidad de los intelectuales es decir la verdad y exponer las mentiras" (1969). En un mundo saturado de información y desinformación, esta tarea es más urgente que nunca. Perdónalos Chomsky, no saben lo que hacen.
Chomsky, N. (1969). La responsabilidad de los intelectuales. Galerna.
Chomsky, N. (1991). El miedo a la democracia. Crítica.
Herman, E. S., & Chomsky, N. (1990). Los guardianes de la libertad. Grijalbo Mondadori.
¿Ya nadie usa pluma? Reflexiones en el Día del Escritor
6/13/2024
En un mundo que se mueve al ritmo frenético de la tecnología y la información instantánea, la figura del escritor puede parecer, a primera vista, un vestigio del pasado. Sin embargo, la realidad es diametralmente opuesta. El escritor no solo persiste, sino que se erige como una figura esencial en la construcción y deconstrucción de nuestras realidades. El 13 de junio, día en que celebramos el Día del Escritor en Argentina en homenaje a Leopoldo Lugones, es un momento propicio para reflexionar sobre la importancia de la escritura y el papel crucial de aquellos que, pluma en mano (o en realidad teclado en mano), desafían el tiempo y el espacio con sus palabras.
El escritor es, ante todo, un observador y un crítico. En palabras de Sartre (1948 [1957])[1], “el escritor sabe que habla para libertades sumergidas, ocultas, indispensables”; es alguien que se dirige a sus semejantes para revelarles la verdad. Esta verdad puede ser incómoda, confrontativa o liberadora, pero es siempre necesaria. A través de la escritura, el autor no solo narra historias, sino que también configura mundos posibles y pone en tela de juicio las estructuras existentes. Leopoldo Lugones, en su doble rol de poeta y narrador, encapsuló esta capacidad de la escritura para trascender lo evidente y explorar lo profundo del ser humano.
Escribir es un acto subversivo. En una sociedad donde la hegemonía de los discursos dominantes intenta moldear las mentes y las voluntades, donde los videos llenan las pantallas y pocos escriben, la escritura se erige como un acto de resistencia. Eduardo Galeano, uno de los grandes exponentes de la literatura latinoamericana, utilizó su pluma para denunciar las injusticias y dar voz a los silenciados. Las venas abiertas de América Latina[2] es un testimonio de cómo la escritura puede convertirse en una herramienta para la justicia social y la emancipación de los oprimidos.
En un mundo donde los tweets y los memes parecen haber reemplazado a los libros, algunos podrían argumentar que el escritor es una especie en extinción, un dinosaurio literario destinado a la irrelevancia. Sin embargo, esta visión es tan miope como peligrosa. La escritura, a diferencia de la fugacidad de un post en redes sociales, tiene la capacidad de perdurar y resonar a través del tiempo. Es irónico que aquellos que proclaman la muerte de la escritura a menudo lo hagan a través de palabras que, si bien efímeras, intentan emular el impacto duradero que solo la literatura puede alcanzar.
El escritor no puede evitar cuestionar y repensar el mundo que lo rodea. Escribir es, en sí mismo, un acto de reflexión crítica, porque, volviendo a Sartre, “la literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente”. En esa obra, el “pensador de la libertad” como lo llaman (claro, no en la concepción de hoy en Argentina de libertad) desarrolla que:
(…) la literatura es pura gratuidad y la literatura es enseñanza; la literatura existe únicamente negándose a sí misma y renaciendo de sus cenizas y es lo imposible, lo inefable, lo que está más allá del lenguaje, y la literatura es un oficio austero con una clientela determinada cuyas necesidades deben ser esclarecidas y satisfechas por el escritor; la literatura es terror y la literatura es retórica.
En el Día del Escritor, desde estas palabras rendimos homenaje a todos aquellos que, como Leopoldo Lugones, han dedicado su vida a la noble y ardua tarea de escribir, a la condensación química y física del pensamiento del Psychon[3], a esa alquimia de convertir ideas en letras. La escritura es un acto de valentía y de amor, un puente entre lo individual y lo colectivo, entre el presente y el futuro. En un mundo que a menudo parece fragmentarse en un sinfín de voces discordantes, el escritor nos ofrece la posibilidad de encontrar sentido y conexión. La pluma sigue siendo, hoy más que nunca, un arma poderosa en la lucha por la justicia, la verdad y la humanidad.
[1] Sartre, J.-P. (1957). Qu'est-ce que la littérature?. Gallimard.
[2] Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI Editores.
[3] Lugones, L. (1906). Las fuerzas extrañas. Arnoldo Moen y Hermano, Editores
Inmediatez tóxica: El precio de la velocidad en la era de las redes sociales
6/11/2024
En la era digital, las redes sociales han redefinido nuestra relación con el tiempo, la información y, en gran medida, con nosotros mismos. La obligación implícita de publicar videos constantemente en plataformas como Instagram o TikTok crea una atmósfera de inmediatez que, lejos de fomentar un diálogo reflexivo, promueve una cultura de superficialidad y respuesta rápida. Esta dinámica tiene implicaciones profundas sobre nuestra capacidad para la reflexión meditativa, esencial para el crecimiento personal y la comprensión profunda del mundo que nos rodea.
El filósofo alemán Martin Heidegger, en su obra Ser y tiempo, explora la idea de que la tecnología puede alienarnos de nuestra auténtica manera de ser, lo que él denomina Dasein que puede traducirse como “estar-en-el-mundo” (Heidegger, 1927 [2006])[1]. En el contexto de las redes sociales, esta alienación se manifiesta en la presión constante de generar contenido. La inmediatez se convierte en una dictadura que dicta no solo el ritmo de nuestras publicaciones, sino también la forma en que percibimos y procesamos la realidad. Obliga a ser generadores constantes de contenidos, a llenar el vacío (de la red social y el propio) con material; a “trabajar” gratis para la corporación entregando productos para que otro prosumidor[2] siga deslizando el dedo sobre la pantalla. El tiempo para la reflexión, la contemplación y la meditación se ve erosionado por la necesidad de estar constantemente presente en el mundo digital (y ausente del mundo real).
El contenido que se produce bajo esta presión tiende a ser superficial. La calidad se sacrifica en el altar de la cantidad. Como señala Marshall McLuhan, “el medio es el mensaje” (McLuhan, 1964 [1996])[3]. Las plataformas de redes sociales no solo median nuestro contenido, sino que también configuran su naturaleza. En lugar de profundizar en ideas complejas o explorar cuestiones filosóficas profundas -no me refiero a cuestiones académicas, sino esas cuestiones humanas, el pensar(se)-, los usuarios se ven forzados a simplificar y resumir para capturar la atención en cuestión de segundos. Esta dinámica no solo limita nuestra capacidad de reflexión, sino que también empobrece el contenido cultural que consumimos.
La reflexión meditativa, tal como la entiende Søren Kierkegaard, es una práctica de introspección profunda y de confrontación con uno mismo (Kierkegaard, 1844 [2007])[4]. Esta forma de reflexión requiere tiempo, espacio y silencio, requiere de aburrirse, de dejar de tener la atención ocupada constantemente, elementos que están en constante amenaza por la omnipresencia de las redes sociales. El flujo interminable de videos y actualizaciones crea una cacofonía que dificulta el espacio necesario para la contemplación. La capacidad de estar solo con nuestros pensamientos, de bucear en nuestras profundidades y de encontrar significado en nuestra existencia se ve comprometida.
Las consecuencias de esta dinámica no son meramente filosóficas, sino también psicológicas y sociales. La psicóloga Sherry Turkle advierte sobre los efectos de la conexión constante en nuestra capacidad para la soledad y la autorreflexión (Turkle, 2011)[5]. La compulsión de estar siempre conectados puede llevar a un estado de ansiedad y estrés constante, lo que a su vez puede afectar nuestra salud mental. Socialmente, esta inmediatez puede llevar a relaciones más superficiales, donde la profundidad y la intimidad se sacrifican por la apariencia y la gratificación instantánea.
Hacia una resistencia filosófica
La respuesta a esta problemática no es necesariamente abandonar las redes sociales, sino aprender a utilizarlas de manera consciente y reflexiva. Esto implica establecer límites claros y dedicar tiempo a la reflexión meditativa sin la interferencia de la tecnología. Como propone Byung-Chul Han, necesitamos recuperar el arte de la lentitud y la contemplación en una era de aceleración (Han, 2012)[6]. Al hacerlo, podemos redescubrir el valor de la reflexión profunda y resistir la presión de la inmediatez impuesta por las redes sociales.
La obligación de publicar videos y fotos constantemente en las redes sociales es un síntoma de una cultura que valora la inmediatez sobre la profundidad. Esta dinámica, lejos de fomentar una comprensión más profunda de nosotros mismos y del mundo, erosiona nuestra capacidad para la reflexión meditativa. Al reconocer esta tensión y buscar un equilibrio entre la conexión digital y la introspección personal, podemos aspirar a una vida más significativa y reflexiva. En palabras de Heidegger, es posible que al resistir la dictadura de la inmediatez, podamos recuperar nuestra auténtica manera de estar en el mundo.
[1] Heidegger, M. (2006). Ser y tiempo. Fondo de Cultura Económica.
[2] Diccionario panhispánico del español jurídico, 2023: Civ. y Merc.; Ven. Persona que produce, distribuye y consume bienes, servicios, saberes y conocimientos, mediante la participación voluntaria en los sistemas alternativos de intercambio solidario, para satisfacer sus necesidades y las de otras personas de su comunidad.
[3] McLuhan, M. (1996). Comprender los medios de comunicación: Las extensiones del ser humano. Paidós.
[4] Kierkegaard, S. (2007). El concepto de la angustia. Alianza.
[5] Turkle, S. (2011). Alone Together: Why We Expect More from Technology and Less from Each Other. Basic Books.
[6] Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio. Herder.
La paradoja del servilismo
6/04/2024Recuerdo
haber leído sobre esto en Internet hace una década. No sé quién era el
autor original, pero desde allí muchas veces se pensó sobre esta
cuestión, y cada tanto vuelve a girar por ese universo paralelo que es
la web. Como sea, siempre es interesante repensar esta cuestión y
también es lamentable encontrar actualidad en la paradoja del
servilismo.
En 2012, Quentin Tarantino estrenó el film de temática western “Django unchained” (Django desencadenado en España y Django sin cadenas
en Latinoamérica). Si por alguna razón no la has visto, merece la pena
hacerlo. El guion, que fue escrito por el propio Tarantino, nos presenta
entre los personajes a Stephen Candie, el mayordomo
afroamericano del amo Calvin J. Candie; el primero interpretado de
manera sobresaliente por Samuel L. Jackson, el segundo por Leonardo
DiCaprio. Stephen es un esclavo, pero también es el verdugo más
despiadado de los otros esclavos de su mismo linaje en una plantación de
algodón en la Mississippi de 1858 (2 años antes de la guerra de
secesión norteamericana), no solo desprecia a la gente de su clase, sino
que se ve a sí mismo como blanco, rubio y de ojos azules.
Una de
las escenas icónicas es la que nos trae aquí, Stephen se enfurece al ver
a un hombre negro, Django Freeman -hombre libre en inglés-
(interpretado por Jamie Foxx), montado a caballo, y se dirige a su amo
con indignación:
— ¿Ha visto, amo? ¡Ese negro tiene un caballo!
— Y… ¿Tú quieres un caballo, Stephen?
— ¿Para qué mierda quiero yo un caballo? ¡Lo que quiero es que él no lo tenga!
Desde la aparición de esta película se habla del “Síndrome de Stephen Candie”,
refriéndose a aquellos que defienden los privilegios del opresor con
más fervor que el propio opresor. La estructura de la sociedad actual
proporciona un caldo de cultivo perfecto para que estos Stephen Candie
proliferen. Al igual que el mayordomo esclavo, estos individuos creen
pertenecer a una clase social superior a la de sus iguales. Los “amos”
les han hecho creer que son “clase media”. Reniegan de la clase
trabajadora, a la que consideran “vagos que pretenden vivir del Estado y
sus apoyos sociales”.
Los Candie defienden la meritocracia y el
neoliberalismo, rechazando la intervención del Estado en la economía.
Sin embargo, buscan atajos y conexiones para acceder a mejores puestos o
a subvenciones. Se autodenominan emprendedores, pero siempre necesitan
padrinos que les faciliten contratos amañados con sobrecostes pagados
con el dinero de todos.
Encarnan la incongruencia extrema, víctimas
de una alienación ideológica que los aleja de su propia realidad. Marx
describe la alienación como el estado en el que los trabajadores no se
reconocen en los productos de su trabajo y se sienten extraños a su
propia existencia (Marx, 1844).
Defender a los ricos siendo un
asalariado es una forma de alienación ideológica similar al “Síndrome de
Estocolmo”, donde la persona secuestrada termina colaborando con su
secuestrador. Esta alienación los lleva a ignorar las corrupciones y
abusos de sus amos (“porque antes estábamos peor” y “se robaron todo”),
quienes utilizan a los partidos políticos para aprobar leyes que les
benefician y perjudican a los Candie. Estos “negros” con ínfulas de
“blancos” son bombardeados por los medios de comunicación hasta que
internalizan los eslóganes más absurdos y extravagantes. Hoy, en nombre
de la libertad.
Los Candie del siglo XXI defienden con fervor a sus
propios maltratadores, respaldando con tenacidad todo lo que dicen sus
amos y los medios que los apoyan. Consideran que quienes no comparten su
visión están adoctrinados o lobotomizados, y se ven a sí mismos como
salvadores de la humanidad, protegiéndonos de un comunismo opresor y
esclavizante.
No aceptan ser utilizados por quienes les hacen creer
que son indispensables y de confianza. No reconocen que son usados en
conspiraciones y manipulaciones, a menudo como testaferros o chivos
expiatorios. Cuando dejan de ser útiles, son descartados y reemplazados
sin miramientos.
El obrero que vota por la derecha es un Candie, un
individuo que defiende con vehemencia un sistema que, paradójicamente,
lo oprime y lo mantiene en un estado de servilismo perpetuo. Y las
condiciones cada día son peores, pero están felices porque el otro no
tiene caballo.