Hoy la Argentina celebra el Día de la Tradición, esa jornada consagrada a la memoria de José Hernández y de su criatura simbólica, el Martín Fierro. Pero más allá del homenaje, el acontecimiento nos invita a un examen ontológico de aquello que, bajo el nombre de “tradición”, constituye el modo de ser de un pueblo. La tradición -como recordaba el filósofo Rodolfo Kusch (1962)- no es un museo del pasado, sino “una manera de estar en el mundo”. En ella late una antropología del arraigo, una ethos que define al sujeto colectivo frente a la colonización del sentido.
Partamos del recordatorio de Pedro Patzer: el Martín Fierro nació como una denuncia, como el grito desgarrado del marginado ante los “civilizados” que pretendían reducirlo a máquina de guerra o esclavo del estanciero. En su figura, José Hernández supo encarnar la tensión entre el nomos (la ley de la tierra) y el logos (la racionalidad del poder). La gauchesca se convierte así en una filosofía del límite: Fierro no pertenece del todo a la barbarie ni a la civilización; encarna, más bien, la contradicción fundante de la identidad nacional.
Sin embargo, la tradición no puede reducirse a los gestos folklóricos: el mate, la jineteada, las tortas fritas. Si así fuera, caeríamos en lo que María Zambrano (1955) denominaba la petrificación de lo vivo: el instante en que la cultura se convierte en reliquia. La verdadera tradición, en cambio, es diálogo, relación, praxis convivencial. Decir “buen día”, ceder el paso, respetar las normas de convivencia: todos esos gestos son formas de ethos comunitario, expresiones del bien común aristotélico (koinon agathon).
Qué curiosa paradoja la de la modernidad argentina: celebra la tradición con un asado, pero desprecia al trabajador que lo produce; exalta el mate, pero olvida el diálogo que lo hacía posible; se viste de gaucho en el acto escolar, pero expulsa al campesino del campo. Si el gaucho Fierro viviera hoy, tal vez lo acusarían de “populista” por exigir que el bienestar general prevalezca sobre el interés privado. Mutatis mutandis, la civilización sigue imponiendo papeletas, aunque ahora lleven el sello de un banco o una multinacional.
Desde la perspectiva foucaultiana, la tradición es también un campo de poder-saber: un conjunto de prácticas que definen lo que debe conservarse y lo que puede ser borrado. Pero como recuerda María Lugones (2008), toda tradición está atravesada por jerarquías de raza, clase y género, que determinan quién puede hablar en nombre de la “identidad nacional”. La tarea crítica consiste en deconstruir esa herencia, revelando su estructura de exclusión y abriendo el camino hacia una tradición plural, insurgente, viva.
La tradición, somos. Y en esa afirmación reside una intuición ontológica de primer orden: el ser no es sustancia, sino relación (ousía enérgeia). Somos tradición porque somos diálogo; porque, como en la payada o en el hip hop de las batallas en las plazas de los barrios populosos, la palabra se vuelve acto y el acto se vuelve comunidad. Lo mismo ocurre con el arte, desde Molina Campos hasta los jóvenes que pintan murales en la ciudad: ambos continúan la tradición del decir, esa forma de resistencia contra el silencio impuesto por la uniformidad neoliberal.
Como subraya Enrique Dussel (1998), la Patria -en mayúscula- no es un territorio, sino una relación ética con el otro, el reconocimiento de que el bienestar general prevalece sobre el particular. La tradición, entonces, no es el pasado: es el presente que decide no olvidar.
En la mitología griega, Hermes era el dios del paso, del tránsito y del mensaje. Quizá sea el símbolo más adecuado para nuestra tradición argentina: mensajera entre mundos, entre el gaucho y el científico, entre la payada y el satélite, entre el dulce de leche y la industria tecnológica. Tradición no es inmovilidad: es metamorfosis constante, el fluir del río que conserva su cauce cambiando eternamente sus aguas.
Celebrar el Día de la Tradición no debería ser un acto de nostalgia, sino un ejercicio de autoconciencia colectiva: preguntarnos si aún somos capaces de dialogar, de reconocernos, de cuidar el fuego sin convertirlo en ceniza. Porque, como escribió Kusch, “lo argentino no es lo que fue, sino lo que puede seguir siendo”. Tradición no es recordar: es seguir siendo.
Bibliografía
Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Madrid: Trotta.Hernández, J. (1872). El gaucho Martín Fierro. Buenos Aires: Imprenta La Pampa.
Kusch, R. (1962). América profunda. Buenos Aires: Hachette.
Lugones, M. (2008). Colonialidad y género. Tabula Rasa, (9), 73-101.
Nietzsche, F. (1887). Zur Genealogie der Moral. Leipzig: C. G. Naumann
Zambrano, M. (1955). Filosofía y poesía. México: Fondo de Cultura Económica.


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