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El peso del calendario: ¿realidad o artificio?



El fin de año es un momento peculiar en la existencia humana. Como si el calendario fuera un deus ex machina que dictamina ciclos, las personas se entregan a la tarea de evaluar lo vivido, proyectar lo deseado y ejecutar rituales que prometen suerte o redención. Pero, ¿qué sentido tiene este balance anual? ¿Es un acto genuino de reflexión o simplemente una ficción necesaria para soportar el flujo incesante del tiempo?
La noción de que algo cambia con el reinicio del calendario es, en el fondo, una construcción simbólica. Como diría Nietzsche en La gaya ciencia (1882), “el tiempo es un círculo plano”: los eventos no tienen un principio ni un final absolutos, sino que se repiten en un eterno retorno (amor fati). Así, el año nuevo no es más que una pausa artificial en el flujo continuo del devenir, un espejismo que nos permite imaginar que somos capaces de empezar de cero.
Sin embargo, esta ilusión tiene su utilidad. El filósofo Hans-Georg Gadamer (1960) subrayaba que los rituales y las tradiciones no son meros actos vacíos, sino estructuras hermenéuticas que dan sentido a la vida humana. Los balances y las proyecciones no cambian la realidad objetiva, pero sí nuestra disposición subjetiva hacia ella. En otras palabras, creer en el cambio puede ser suficiente para impulsarlo, aunque el universo permanezca indiferente a nuestros deseos.

La inutilidad del balance: ¿autocrítica o autoengaño?

Por otro lado, el balance anual puede convertirse en una trampa. En lugar de una reflexión crítica, muchas veces se reduce a una enumeración superficial de éxitos y fracasos (aunque digamos la verdad, en las redes sociales solo se publican éxitos), moldeada más por la necesidad de justificar nuestras elecciones que por un verdadero deseo de autoconocimiento. Como advertía Simone de Beauvoir en La fuerza de las cosas (1963), “el hombre es un ser que se inventa excusas”. Los balances pueden servir para reafirmar nuestras creencias, en lugar de cuestionarlas, perpetuando así un ciclo de autoengaño.
Es llamativo cómo, en la nochevieja, nos aferramos a supersticiones y rituales que, desde una perspectiva cósmica, carecen de cualquier relevancia. Como si el cosmos, indiferente en su vastedad, tuviera un calendario gregoriano clavado en su infinito para recordar que es momento de conceder fortuna a quienes saltan con maletas o barren el umbral de sus casas o comen 12 uvas o lanzan lentejas o colocan 6 monedas bajo el felpudo o dentro de los zapatos... ¡Qué alivio saber que los agujeros negros y las estrellas moribundas también esperan las uvas y el brindis para retomar sus funciones! 
Ningún ritual alterará el curso de las estrellas ni de la economía global. Quizá el universo no solo se ría de nuestra ingenuidad, sino que incluso disfrute del espectáculo de nuestra necesidad de controlar lo incontrolable. ¿Acaso el ser humano no es, como diría Sartre, un “deseo inútil” de ser dios?

El valor de los rituales: una perspectiva antropológica y filosófica

Pero a no desesperar, cher lecteur. Los rituales de fin de año, aunque aparentemente irracionales, tienen un valor simbólico profundo. Mircea Eliade (1957) nos recuerda que los ritos no buscan cambiar el mundo exterior, sino reordenar el mundo interior. Al ejecutar estos actos simbólicos, nos reconciliamos con el caos del tiempo, restauramos un orden imaginado y nos preparamos para enfrentar lo desconocido.
Incluso si el universo permanece indiferente, los rituales son un acto de resistencia humana frente a la contingencia. Nos permiten narrar nuestra existencia en términos comprensibles, darle un inicio y un final, aunque sepamos que todo es un continuo. En este sentido, los rituales no son inútiles; son un testimonio de nuestra capacidad para encontrar sentido en lo absurdo, como defendía Albert Camus en Le mythe de Sisyphe (1942).
Un ejemplo cercano lo encontramos en las tradiciones de los pueblos originarios de América Latina. En las culturas andinas, el cambio de ciclo se celebra con la Pachamama Raymi, un rito que honra a la Madre Tierra y simboliza el renacimiento de la vida. Este ritual no busca cambiar el curso de los astros, sino reforzar la conexión espiritual con el entorno.
¿Cambia algo con el año nuevo? La respuesta, desde una perspectiva filosófica, es paradójica. Objetivamente, nihil novi sub sole: el tiempo sigue su curso indiferente, y los problemas no desaparecen con el sonido de las campanadas. Pero subjetivamente, el cambio es posible porque decidimos que lo sea. En palabras de Kierkegaard, “la vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero debe ser vivida hacia adelante”. El año nuevo es, quizás, una ficción necesaria para reconciliar estos dos tiempos: el de la reflexión y el de la acción.
El balance de fin de año, los rituales y las proyecciones no son actos inútiles, pero tampoco tienen el poder mágico que les atribuimos. Son, en última instancia, herramientas humanas para lidiar con la incertidumbre del futuro y la carga del pasado. Lo importante no es si el universo se ríe de nosotros, sino si somos capaces de reírnos con él, aceptando la fragilidad de nuestra existencia y abrazando el devenir con valentía.

Lic. Marcelo J. Silvera


 

Bibliografía
•    Beauvoir, S. de. (1963). La fuerza de las cosas. Buenos Aires: Losada.
•    Camus, A. (1942). Le mythe de Sisyphe. París: Gallimard.
•    Eliade, M. (1957). El mito del eterno retorno. Madrid: Alianza.
•    Gadamer, H.-G. (1960). Verdad y método. Salamanca: Sígueme.
•    Kierkegaard, S. (1843). Diario de un seductor. Copenhague: Reitzel.
•    Nietzsche, F. (1882). La gaya ciencia. Madrid: Alianza.

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